La Esperanza: ingenio azucarero pionero en RD (REPORTAJE)
Nuestra industria azucarera moderna surgió en el último cuarto del siglo XIX en plena expansión del comercio internacional. Fue así como se configuró la economía del postre (azúcar, café, cacao y tabaco) que se mantuvo durante el siglo XX como modelo predominante. Hasta que turismo, zonas francas, remesas y minería ocuparon su lugar, con la variante de que ahora el tabaco en formato de cigarros aporta más de mil millones de dólares y el cacao supera los 200.
En 1879 el ingenio La Esperanza, fundado a mediados de la década del 70 por el cubano Joaquín M. Delgado con el auxilio de Rafael Martín, era considerado como el principal establecimiento agroindustrial existente en el país. De acuerdo a la prensa capitaleña, se le reputaba el primero en instalarse «con máquina de vapor, y en las proporciones de cualquiera de los que existen en la isla de Cuba o Puerto Rico». En realidad, el primer ingenio movido a vapor, de efímera existencia y modesto tamaño, fue La Isabel, instalado en Puerto Plata en 1872 por el cubano Carlos F. Loynaz.
Nuestro poeta romántico José Joaquín Pérez, autor de Fantasías Indígenas (1877), presentó ante la Sociedad Amigos del País en 1882 su poemario La Industria Agrícola, un canto emocionado al impacto modernizador promisorio de los ingenios azucareros. «Y La Esperanza augura /La redención de la infeliz perdida/Hija del infortunio./ Ya el silbido/ De la máquina anuncia que ha cesado/El del plomo homicida; i cuando humea/La altiva i encumbrada chimenea,/Su penacho flotante purifica/La atmósfera que vicia el corrompido/Aliento envenenado/ Del mal que a mi Quisqueya sacrifica.»
El propio Delgado nos relata en 1880 las circunstancias que rodearon su aventura empresarial. «Cuando llegué a esta ciudad en el año 1873, comprendí que una de las causas principales de su escasa producción agrícola dependía de la falta de establecimientos rurales en gran escala; y a pesar de las dificultades que debían presentarse, y más que todo, de las frecuentes convulsiones políticas del país, me lancé a una empresa que unos consideraron irrealizable y que muchos la juzgaron como una locura.»
«Superando obstáculos de toda clase, vi en breve coronados mis esfuerzos y en plena producción una hacienda de caña con trapiches movidos por fuerza de vapor. Este resultado, y el respeto que por parte de las autoridades y de los ciudadanos merece la propiedad privada, alentó a muchos capitalistas nacionales y extranjeros que han levantado haciendas y abierto así para la República las fuentes de la prosperidad pública, llevando a las masas la moralidad que es consecuencia del trabajo.»
Situado en la común de San Carlos, dentro de la amodorrada provincia de Santo Domingo, el ingenio se hallaba a sólo cuatro millas de distancia de la ciudad. Poseía «más de diez caballerías de tierra negra de superior calidad» (unas 12 mil tareas), «con siete ojos de agua abundante y potables». De estos terrenos, 5 mil tareas se encontraban sembradas de caña. El resto se hallaba dividido entre «un magnífico potrero de pasto artificial, parte de yerba de Páez con dos manantiales inagotables y buenos bosques con maderas de construcción».
Sus edificaciones consistían en una «gran casa de máquinas y trenes de elaborar azúcar con dos pisos para el servicio de treinta carros de purgar azúcar por el sistema moderno, en término de que un solo hombre maneja con facilidad un bocoy de 20 quintales. Está techada de hierro galvanizado. Posee además una casa de guardar bagazo de 50 varas de extensión cubierta de hierro. 0tra casa de tonelería».
En cuanto a las viviendas, eran de tres tipos. Cuatro casas «para habitación de los empleados principales. Un barracón para los peones y una pintoresca casa vivienda de dos pisos de forma americana, rodeada de más de treinta árboles frutales, y situada sobre una elevación que tiene doscientas varas del batey, con aljibe, buenas caballerizas y todo cuanto es necesario para las comodidades de la vida.»
El equipamiento industrial comprendía «una potente máquina con dos calderas» con capacidad para moler 250 vagones de caña diarios, «doce estanques para depósito de guarapo y meladuras, sin incluir uno para guardar mieles. Tiene una máquina neumática para formar vacío, otra para mover las cuatro centrífugas y cinco más pequeñas para el servicio de las aguas y meladuras, dos trenes de un tamaño inmenso con pailas de 1,200 galones, cuatro clarificadores de cobre que también contienen 1,200 galones cada uno y sus torres de ladrillos».
Dotado con un tacho al vacío, fabricado por Deeley de New York, con capacidad para producir más de 28 bocoyes diarios, así como un enfriadero de «bastante elevación». El transporte de las cañas, los azúcares y las mieles, estaba asegurado por una flota de 31 carros, animada por una «boyada escogida».
El guarapo tenía una concentración fluctuante entre 11° y 12° durante el mes de marzo, siendo su umbral 8° para los otros meses. La producción durante la zafra 1878-79, aun faltando caña por moler, fue de unos mil bocoyes (15 mil quintales). Al año siguiente las exportaciones registradas por La Esperanza fueron 13,676 quintales de azúcar y 720 galones de mieles.
El valor del ingenio junto a sus campos de caña fue estimado en 1879 en 150 mil pesos, de conformidad con transacción de compra-venta realizada en noviembre de ese año entre Joaquín M. Delgado y el banquero francés Simón Philipart, operación anulada en agosto de 1880 debido a incumplimiento del último, quien resultó ser un timador de altos quilates.
En 1882, el equipo industrial de La Esperanza había sido ampliado, incluyendo ahora 2 tachos al vacío verticales de 7 1/2 pies de diámetro, en lugar de uno solo reportado tres años atrás. Contaba, además, con 6 centrífugas Laffertey, en vez de 4. Su producción estimada para la zafra correspondiente a ese año era de 1,200 bocoyes de azúcar (unos 18 mil quintales) y 40,500 galones de mieles.
Pese al incremento en su producción, la extensión de sus campos de caña permanecía en nivel similar al de 1879. Un mes después del fechado de este reporte, Delgado adquirió en pública subasta unas 288 tareas sembradas de caña propiedad de la sucesión de Domingo Peña, en Galá, común de San Carlos.
El incremento de la producción pudo deberse básicamente a dos factores. Un mayor suministro de caña tanto propia como de terceros y un aprovechamiento más eficiente en el procesamiento de los jugos, logrado mediante la ampliación del equipo industrial. El primer factor, visto superficialmente, podría parecer incongruente con la congelación de la superficie bajo cultivo.
Sin embargo, resulta obvio que necesariamente una proporción mayor de las 5 mil tareas sembradas de caña se encontraba en 1882 en condiciones óptimas para ser incorporada a la molienda que 3 años atrás, máxime cuando el ingenio se hallaba en pleno desarrollo. En adición, la referida compra de terrenos cañeros a los Peña sugiere la existencia de arreglos para el «tiro de caña» por cuenta de terceros.
Esta historia de oportunidades para los ingenios que arrancaron en la fase pionera del «sueño azucarero» -como le llamara mi querido compañero de pupitre en el Don Bosco, el sacerdote jesuita e historiador Antonio Lluberes- empezó a cambiar en 1884 y duraría hasta 1902.
Crisis
Al declinar los precios por efecto del sistema de subsidios a la producción y exportación de azúcar de remolacha adoptado en Europa, generando su expansión frente al azúcar de caña. Al tiempo que la producción azucarera de EE.UU., un mercado clave, se recuperaba de los estragos de la Guerra Civil en sus campos.
Así las cosas, en 1886 las condiciones de las instalaciones de La Esperanza eran francamente calamitosas, de acuerdo con una descripción brindada por el aviso promocional de su venta en pública subasta. La extensión de sus terrenos aparentemente había sufrido alguna reducción, ya que sólo se mencionaban 9 caballerías (10,800 tareas), 1,200 tareas por debajo de lo reportado en la descripción original de 1879.
La máquina de moler las cañas se hallaba «en mal estado». También «otra de la misma clase conteniendo un tren de elaborar azúcar en mal estado: una casa forrada de tablas de palma y techo de hierro galvanizado, en mal estado, vivienda de los operarios: otra idéntica en mal estado -dos inservibles: una casa almacén de madera: otra que contiene la bomba: otra para el boyero, otra de vivienda en regular estado, un donky de hierro para elevar el agua al batey, un tanque de hierro para depósito de agua, una máquina pequeña de moler caña con su trapiche, un wagon en mal estado, un caballo viejo: mil setecientas cuarenta y cinco tareas de caña en regular condición de cultivo».
La venta del ingenio se realizaba en razón de ejecución hipotecaria a favor de Don Manuel J. Delgado, hallándose el inmueble bajo la propiedad de los señores azucareros Joseph Eleuterio Hatton, Carlos A. y Juan M. Clarke y Knights.
Como es fácil colegir por la descripción brindada en el documento transcrito, el estado de La Esperanza era virtualmente ruinoso. No sólo su equipo industrial y las edificaciones mostraban los efectos del deterioro y el abandono, sino que la superficie sembrada se hallaba reducida a sólo un 34% de la que había tenido siete años atrás.
Su depreciación quedaba evidenciada claramente en la significativa diferencia entre los $150,000 en que había sido vendido en 1879 a Philipart en la frustrada transacción referida y los $30,000 fijados como primera postura de la subasta de 1886.
Sin duda alguna, La Esperanza, elogiado ampliamente por su carácter de ingenio pionero y sus condiciones de modernidad a finales de la década del 70 del siglo XIX, sucumbía ante los avatares de la crisis azucarera de 1884 -cuando se registró el precio mínimo del siglo-, quedando fuera del juego.
Nuevos inversores se irían haciendo cargo de reimpulsar la industria azucarera dominicana bajo coyunturas internacionales favorables, como la que sobrevendría durante la Primera Guerra Mundial y los años inmediatos de postguerra, conocidos como la Danza de los Millones.
jpm-am