De 1945 al período de la Postguerra Fría, Estados Unidos ha jugado un rol hegemónico en el mundo, con su poder económico, político y militar (Cameron 2009). Este es el llamado período del American Century’ o Siglo Estadounidense,[1] frase acuñada por Henry Robinson Luce. Este país ha afianzado su liderazgo promoviendo sus principios, agrupados en el liberalismo político y económico. No obstante, Jeffrey Sachs (2020) sostiene que el Siglo Estadounidense se ha cerrado -entre otras cosas- con el ascenso de Trump a la presidencia de los Estados Unidos, acentuando aún más su decadencia en un escenario que apuesta cada vez más a la multipolaridad.

Francis Fukuyama (1992) plantea que, con la desintegración de la Unión Soviética y la derrota del comunismo, Estados Unidos, con su liberalismo, se erigiría como la única superpotencia en el mundo y, por lo tanto, no tendría fuerza alguna ni ideología que adversara su capitalismo democrático. En cierto modo ha sido así. Sin embargo, ya varios politólogos han venido observando cierta decadencia en la influencia global, algo ligado a elementos tanto internos como externos.

Probablemente, el periodo final del Siglo Estadounidense no represente el descalabro de la democracia liberal para Estados Unidos. Pero sí estamos frente a un punto de inflexión en el sistema político y de liderazgo norteamericanos, el cual requiere de una profunda revisión de sus políticas doméstica y exterior.

Biden y Harris son conscientes de los desafíos que su administración deberá enfrentar en aras de hacer que Estados Unidos vuelva a liderar otra vez (to Make America Lead Again), tomando en cuenta el rol que este país ha jugado en el orden mundial[2] actual y frente a los desafíos del Siglo XXI.

Hoy en día, en plena era de la geoeconomía y multipolaridad, Rusia y Turquía apuestan a un orden más balanceado, y una China cada vez más asertiva le disputa la hegemonía global, desafiando, incluso, el liderazgo estadounidense en zonas geoestratégicas y tan cercanas a su territorio como el Caribe, por ejemplo, con los acercamientos de los orientarles a Jamaica y la República Dominicana.

De este modo, el presidente Biden, consciente de ello, está compelido a pensar en la inminente necesidad de transigir para seguir liderando el mundo[3] libre. De ahí la tesis de Sachs de que el Siglo americano ha llegado a su fin y, por tanto, la Administración Biden se enfrenta a múltiples desafíos, entre los que cabe mencionar el cambio climático, el resurgimiento de actores no estatales y el terrorismo transnacional, así como el constante asedio de ciberguerra por parte de otras potencias, la difícil situación presentada por el gobierno de  Benjamín Netanyahu, que insiste en sugerirle cómo abordar las relaciones con la República Islámica de Irán y cómo debe ser gestionada la eventual vuelta al Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés). Además, la reparación de las relaciones con aliados claves, como la Union Europea, y la vuelta al liderazgo dentro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ignorado por la pasada Administración, que tal vez reviviendo un tanto el discurso de Jeanne Kirkpatrick en cuanto a su aversión hacia la ONU, mostró muy poco interés por el multilateralismo y el rol de los Estados Unidos en el orden mundial actual. Todo esto en adición a la urgente necesidad de dar una respuesta integral y contundente a los devastadores efectos de la COVID-19.

Ante tales desafíos, el presidente Biden ha prometido que su Administración reinsertará a su país al liderazgo del multilateralismo.[4] Como muestra de ello, ha tomado varias medidas que sus tradicionales aliados europeos ven con buenos ojos: la reintegración de su país a la Organización Mundial para la Salud (OMS), su misiva al presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas y la vuelta de Estados Unidos al Acuerdo de París. Además, como parte de su agenda internacional, el recién juramentado presidente consideraría posiciones más duras en contra de Rusia, así como un eventual apoyo irrestricto a Ucrania.

Naturalmente, el vertiginoso desarrollo de la tecnología 5G de China y su Belt and Road Iniciative (nueva ruta de la seda) seguirá siendo uno de sus grandes retos a lo interno y externo. Estados Unidos acusa a China de infringir material protegido por la propiedad intelectual, competencia desleal, etc. Biden deberá demostrarle a los trumpistas y republicanos que sí tiene una política de mano dura frente a China.

Por eso, la actual Administración tendrá que definir el papel de Estados Unidos frente a una China que controla el Mar del Sur en aquella región y también frente a su fuerte presencia e influencia política y económica en África, disputándole el liderazgo a unos Estados Unidos que, durante cuatro años, le dieron la espalda a ese continente. Trump nunca visitó país alguno del África subsahariana.

Además, China amenaza con reincorporar a Taiwán como parte indivisible de su territorio. Para la presente Administración hacerle frente al gigante asiático necesitaría convencer a aliados tradicionales de la Union Europea de que se sumen en un frente contra el que es su más reciente socio, China[5] precisamente, con quien ultima un pacto de inversiones.

En lo que respecta a America Latina, está pendiente dar respuesta a la crisis de migrantes en Centroamérica y a la inestabilidad sociopolítica en Haití, Nicaragua y Venezuela. Esta última tiene dividida a la región. En ese sentido, ¿hace falta una Nueva Alianza para el Progreso de Estados Unidos hacia la región? Por lo que se atisba a ver, Biden parece inclinarse a la ya conocida política económica estadounidense hacia el Sur de sus fronteras y ya ha anunciado un plan de 750 millones de dólares para promover el desarrollo en Centroamérica.

Sin embargo, la política exterior estadounidense hay que verla en su contexto, dado que se conforma a partir de un equilibrio entre el Congreso y el presidente. Además, ésta fluctúa periódicamente, sobre todo en lo que respecta a América Latina y el Caribe, donde no siempre Estados Unidos ha apostado a su ‘poder blando’ para implementar sus valores y principios.

De hecho, Molineu (1990) establece que, ‘en los últimos 160 años, la política exterior americana hacia América Latina ha ido del descuido a la intervención, de la cooperación al conflicto. Largos períodos de desatención seguidos por breves, pero intensos, períodos de intromisión paternalista.’[6]

Ahora bien, luego de la crisis provocada por el trumpismo, en donde ha primado el nacionalismo, y, de algún modo, el aislacionismo en su política exterior, habrá que preguntarse qué tan pronto podrá Estados Unidos recuperarse, reunificarse alrededor de Biden y Harris y continuar exportando uno de sus más reconocidos productos: la democracia y el Estado de Derecho como principios fundamentales de las democracias liberales.

Este es el denominado concepto de Soft Power, tesis de Joseph Nye Jr. (Nye, 2004), por la que entiende que Estados Unidos debe alcanzar sus objetivos a través de la persuasión, atracción, cultura, valores políticos y sus políticas internas y exteriores.

Como hemos visto, la Administración Biden-Harris se enfrenta a varios desafíos, unos conocidos y otros emergentes. Sin embargo, Biden, particularmente, cuenta con una larga trayectoria como legislador y ocho años como vicepresidente de Barack Obama. En materia de política exterior, cuenta con más experiencia que Reagan, Carter y Clinton. Esto, sumado al apoyo que deberá recibir de un congreso mayoritariamente demócrata, le permitirá redireccionar la política exterior norteamericana.

Sin embargo, el escenario doméstico actual podría limitar sus aspiraciones en materia de política exterior, ya que habrá que dedicar más tiempo a los asuntos internos para derogar y reorientar políticas públicas implementadas por la Administración Trump. Además, calmar las pasiones y reducir las fisuras en un país políticamente polarizado, como lo refleja la inminente necesidad de redireccionar el curso de la justicia social y criminal estadounidenses.

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